Ciertamente, ni los caminos ni las formas de la vida son
como uno lo pensaba. Eso lo supe una tarde en que me encontraba plácidamente
sentado viendo el horizonte tras de una diminuta ventana. Fue entonces cuando
una mujer me reveló el secreto. Solícita y amable como la que más, se acercó a
mí y, generosa, se inclinó para ofrecerme una bolsita de verdades ignotas.
Cuando la tuve en mis manos (a la bolsita, no a la mujer, claro…) me dí cuenta
y lo comprendí todo: me había develado la profunda pero imbricada diferencia entre
lo complejo y lo complicado de la vida.
Aquél instrumento del saber complejo y complicado era simple
y sencillo, como las cosas verdaderas de la vida. Se trataba de una
aparentemente insustancial bolsita de cacahuates “japoneses” (que, obviamente,
no existen ni conocen en Japón); de ésas pocas cosas que todavía le obsequian a
uno en los vuelos de avión (excepto, claro, las caras líneas de bajo costo).
Agradecido, tomé el obsequio y me dispuse a degustar su
contenido. Para ello, habría que dar un primer paso fundamental: abrir la
bolsita. Nadie en su sano juicio se come los cacahuates japoneses con todo y
bolsita de papel aluminio. Y aunque yo no necesariamente estoy en mi sano
juicio, tampoco me los quería comer con todo y bolsita de papel aluminio. El
asunto es que, desprevenido y como si nada, me dispuse a abrir la famosa y
multicitada bolsita.
No pude. Nunca he podido abrir esas bolsitas. Neta. Ya sé
que son simples, no complejas. Tienen hasta una mini flechita que indica dónde
debe rasgarse para abrirse. Lo intenté y lo he intentado, pero no puedo. No son
sencillas de abrir: son complicadas.
Con los dedos, no puedo. Con la boca, no puedo. Miro las
diminutas instrucciones y no puedo. Intento por la parte superior, que siempre
está cortada como en triangulitos, supongo que para facilitar su apertura, y no
puedo. Las miro detenidamente, intento descifrar la mecánica de su apertura; experimento
todas las formas posibles, incluso una -según yo- inefable combinación de uñas
y dientes, y ¡no puedo! ¡¿Cómo se abren esas bolsitas?!
Intenté todas las formas posibles y no pude. Hasta que me ví
poco discretamente observado y criticado por el señor que iba a mi lado, cejé
de mi intento y me dí por vencido. Guardé la bolsita de cacahuates como
testimonio vivencial y comprendí que lo simple no siempre es sencillo y que lo
complicado no siempre es complejo. Entonces me bajé del avión y anduve hasta
aquí, por estos caminos de la vida que, definitivamente, no son como yo
pensaba.
(Dormingo para ser publicado en la versión impresa de Cambio de Michoacán y para ser leído como fue escrito: en shock y escuchando a
Paté de Fuá…)
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