miércoles, 2 de enero de 2013

Los Tupperware's y el ADN



En búsqueda de nuestra propia identidad y pertenencia, los seres humanos hemos inventado todo género de artilugios. Desde nombres y apellidos, pasando por elaborados árboles genealógicos, singulares símbolos heráldicos, la nueva disciplina terapeuta de “constelar” y llegando hasta los muy sofisticados y científicos estudios del ADN o el genoma, se nos va buena parte de nuestro ingenio en conocernos como personas y reconocernos como colectivos.

Clanes, tribus, linajes, familias y toda suerte de inventos han procurado dar respuesta material a preguntas que nunca nos vamos a poder contestar fuera de nuestra consustancial proclividad a filosofar: ¿quiénes somos, de dónde venimos, a dónde vamos?

Y todo en vano afán sin querer o poder darnos cuenta que tenemos entre nosotros y muy a la mano el mejor vehículo para descubrir y establecer con toda claridad los efectivos vínculos de nuestros vínculos afectivos: los así llamados “tupperware’s”.

En efecto, los tupper’s son a los colectivos humanos lo que el ADN a las personas: gracias a ellos es posible determinar su plena identidad. A estas alturas del siglo XXI, una de las primeras cosas que hace toda colectividad humana hiperbásica (dígase pareja, familia o lo que sea, y que incluye también a solteras y solteros) cuando se constituye es conseguirse una buena dotación de estos ingeniosos recipientes. Así, se procura contar con una colección básica de tupper’s para guardar y almacenar todo género de alimentos y provisiones. Los hay para el jamón, los cereales, los líquidos, los sólidos y hasta con productos precocidos. Por no distinguir entre los que tienen tapa hermética, los que sirven para el horno de microondas, cuentan con registrador de fecha de almacenamiento o los que no tienen mayor chiste funcional pero están muy bonitos.

El asunto es que, llegado el punto en que esta colectividad humana hiperbásica se desarrolla y consolida con el paso del tiempo, su colección original de tupper’s suele registrar evidentes muestras de alteración. En principio, ya no tiene toda la dotación original y encuentra que se han agregado tupper’s de otras colecciones humanas. Por no decir tampoco que ya no coinciden ni el número ni el tipo de tapas con el número y tipo de recipientes: se ha producido un intercambio imperceptible, inconciente, pero continúo y definitivo con otras colecciones humanas de tupper’s… ¡se han constituido las señas de identidad de una colectividad!

Y allí está la clave: uno no va por el mundo intercambiando tupper’s como si nada. Ello es sólo resultado de los efectivos vínculos de nuestros vínculos afectivos. Uno “presta” un tupper (porque se supone que, como a los libros, uno nunca los “regala”) sólo a un ser querido que lleva en él parte de nuestros afectos traducidos en comida y alimentos: itacate, decimos en mi pueblo. Y con ello, consagramos un acto íntimo e intimista de definitiva fraternidad: nos damos comida para el cuerpo y alimento para el espíritu.

De esta forma, si hiciéramos como a los patos canadienses que migran a nuestro país con un brazalete que se les pone para rastrear su migración y marcáramos nuestros tupper’s con algún distintivo indisoluble, podríamos darnos a la tarea de rastrearlos y encontrar así a nuestros verdaderos y legítimos seres queridos con quienes formamos una férrea y real identidad colectiva.

Por eso es que los tupper’s son a las colectividades humanas lo que el ADN a las personas: establecen nuestras señas de identidad y son, por ello, el más elocuente vehículo para reconocer el efectivo vínculo de nuestros vínculos afectivos. Es cuanto.


(Dormingo para ser leído como fue escrito: antes de ir sin su tupper a una comida familiar itacatera y escuchando todo género de música, excepto villancicos y Jenni Rivera, dicho-sea-con-el-debido-respeto)

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