En búsqueda de nuestra propia identidad y pertenencia, los
seres humanos hemos inventado todo género de artilugios. Desde nombres y
apellidos, pasando por elaborados árboles genealógicos, singulares símbolos heráldicos,
la nueva disciplina terapeuta de “constelar” y llegando hasta los muy
sofisticados y científicos estudios del ADN o el genoma, se nos va buena parte
de nuestro ingenio en conocernos como personas y reconocernos como colectivos.
Clanes, tribus, linajes, familias y toda suerte de inventos
han procurado dar respuesta material a preguntas que nunca nos vamos a poder
contestar fuera de nuestra consustancial proclividad a filosofar: ¿quiénes
somos, de dónde venimos, a dónde vamos?
Y todo en vano afán sin querer o poder darnos cuenta que
tenemos entre nosotros y muy a la mano el mejor vehículo para descubrir y
establecer con toda claridad los efectivos vínculos de nuestros vínculos
afectivos: los así llamados “tupperware’s”.
En efecto, los tupper’s son a los colectivos humanos lo que
el ADN a las personas: gracias a ellos es posible determinar su plena
identidad. A estas alturas del siglo XXI, una de las primeras cosas que hace toda
colectividad humana hiperbásica (dígase pareja, familia o lo que sea, y que
incluye también a solteras y solteros) cuando se constituye es conseguirse una
buena dotación de estos ingeniosos recipientes. Así, se procura contar con una
colección básica de tupper’s para guardar y almacenar todo género de alimentos
y provisiones. Los hay para el jamón, los cereales, los líquidos, los sólidos y
hasta con productos precocidos. Por no distinguir entre los que tienen tapa
hermética, los que sirven para el horno de microondas, cuentan con registrador
de fecha de almacenamiento o los que no tienen mayor chiste funcional pero
están muy bonitos.
El asunto es que, llegado el punto en que esta colectividad
humana hiperbásica se desarrolla y consolida con el paso del tiempo, su
colección original de tupper’s suele registrar evidentes muestras de
alteración. En principio, ya no tiene toda la dotación original y encuentra que
se han agregado tupper’s de otras colecciones humanas. Por no decir tampoco que
ya no coinciden ni el número ni el tipo de tapas con el número y tipo de
recipientes: se ha producido un intercambio imperceptible, inconciente, pero
continúo y definitivo con otras colecciones humanas de tupper’s… ¡se han
constituido las señas de identidad de una colectividad!
Y allí está la clave: uno no va por el mundo intercambiando
tupper’s como si nada. Ello es sólo resultado de los efectivos vínculos de
nuestros vínculos afectivos. Uno “presta” un tupper (porque se supone que, como
a los libros, uno nunca los “regala”) sólo a un ser querido que lleva en él
parte de nuestros afectos traducidos en comida y alimentos: itacate, decimos en
mi pueblo. Y con ello, consagramos un acto íntimo e intimista de definitiva
fraternidad: nos damos comida para el cuerpo y alimento para el espíritu.
De esta forma, si hiciéramos como a los patos canadienses
que migran a nuestro país con un brazalete que se les pone para rastrear su
migración y marcáramos nuestros tupper’s con algún distintivo indisoluble,
podríamos darnos a la tarea de rastrearlos y encontrar así a nuestros
verdaderos y legítimos seres queridos con quienes formamos una férrea y real
identidad colectiva.
Por eso es que los tupper’s son a las colectividades humanas
lo que el ADN a las personas: establecen nuestras señas de identidad y son, por
ello, el más elocuente vehículo para reconocer el efectivo vínculo de nuestros
vínculos afectivos. Es cuanto.
(Dormingo para ser leído como fue escrito: antes de ir sin su tupper
a una comida familiar itacatera y escuchando todo género de música, excepto
villancicos y Jenni Rivera, dicho-sea-con-el-debido-respeto)
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