militantes del
democratismo constitucionalista radical mexicano.
Era la noche densa del 30 de
septiembre de 1765, en vísperas de la plenitud, el coraje y la enjundia de las
lunas de octubre, que dicen son las más bellas y prolíficas. Cuenta la leyenda
que su madre, Juana, sorprendida por los dolores definitivos del parto, le
pidió a su padre, Manuel, que pidiera posada en una todavía espléndida y ahora
vieja casona de la entonces más quieta y no menos hermosa Valladolid, hoy digna
residencia de cantera rosa y nombre libertario, para dar a luz en ella a su
hijo que, por nombre de bautizo, llevaría el de José María Teclo Morelos y
Pavón. Tienen en cambio registrado los historiadores que a ello han dedicado su
vida y talento, que en realidad allí se ubicaba un hospital que administraba un
pariente de su padre Manuel y que, por ello, a Juana le estaban ya esperando
para llenarnos de esperanza a todos.
Sea como fuere, ese día y en esta
entrañable y entrañada Morelia, nació José María Morelos y Pavón, como le
conocemos comúnmente, prócer e ideólogo de las primigenias gestas libertarias y
justicieras de esta nación, próximas a cumplir, pero aún no a colmar, su primer
bicentenario.
De carácter determinado y
definitivo, Morelos marcó con su impronta a una nación que cuando nació lo hizo
buscando no sólo libertad, como todas, sino sobre todo justicia e igualdad,
como ninguna. Padre de tres hijos, dos michoacanos con Brígida Almonte y un
oaxaqueño con Francisca Ortiz, José María forjó desde joven el temple iracundo
y tierno que distingue a los héroes y heroínas que dan patria y libertad, como
solemos gritar en ritual cívico que ahora exige reflexión cívica.
Párroco michoacano, hubo de
publicar en su parroquia el bando de Abad y Queipo en el que pretendía la
excomulgación de Hidalgo, su anterior Rector en el Colegio de San Nicolás. Hecho
lo anterior, salió a Valladolid y de allí a Charo e Indaparapeo para
encontrarse con el cura insurrecto de Dolores y recibir de él una encomienda
que cumplió con tesón casi obsesivo, aún fusilado don Miguel: liberar el sur de
la Nueva España y tomar el puerto de Acapulco, con todo y su fuerte de San
Diego, cosa que logró no sin antes romper el sitio de Cuautla, avanzar a
Orizaba y tomar Oaxaca, acuartelado, entre otras batallas que le dieron la fama
y prestigio militar que, dicen, le llevó a exclamar al mismísimo Napoleón
Bonaparte, que algo sabía de estrategia militar, que si le daban tres Morelos,
conquistaría el mundo.
Pero Morelos no sólo es un héroe
de aquellos que “nos dieron patria y libertad”, como reza el salmo, ni sólo un
prócer de la Independencia: Morelos fue y es, ante todo, un hombre que se
comprometió con sus ideales y un ahora mexicano que luchó hasta la inmolación
por hacer de este país una Patria. Su legado, espléndido, cautivador y
convocador, traza imborrablemente los perfiles originales de una poderosa
aspiración, casi bicentenaria, por la libertad libertaria y la justicia
justiciera; tan hermosas, tan anheladas, tan actuales y vigentes, como banderas
que aún ondean, como exigencias que aún nos conmueven, como Sentimientos de la
Nación.
Morelos, el grande, el más
grande, sin duda; Morelos, el nuestro. Su obra fundamental está próxima a
cumplir su primer bicentenario de vigencia. Nos toca darle vigor.
Morelos, además de héroe y prócer de la independencia
nacional del mil ochocientos es ideólogo y líder de la revolución justiciera
del dos mil. Es en su haber histórico la gracia de no sólo habernos dado Patria
y Libertar, sino también el habernos ofrendado programa, inspiración y
aspiración política. Morelos luchó por la independencia nacional, pero sobre
todo luchó y nos legó la lucha por una Patria libre, libertaria, justa y
justiciera.
Si Hidalgo dio “el grito” e inició la revuelta, Morelos le
dio instituciones, constitución y sentimiento. Es en él la herencia de hacer avanzar
el movimiento independentista hacia glorias militares como la de Cuautla,
Oaxaca o Acapulco, pero sobre todo la densidad de buscar conformar un Estado
Nacional sumándose a su Junta Nacional Gubernativa de Zitácuaro y,
fundamentalmente, convocando a su Congreso Nacional de Anahuac en Chilpancingo
y Apatzingán, declarando la Independencia Nacional en 1813 y promulgando el
Decreto Constitucional para la Independencia de la América Mexicana, la
Constitución de Apatzingán del 1814, poco antes de morir sujeto a los procesos
militares, eclesiales y coloniales que lo llevaron a ser fusilado como supuesto
“traidor” de la corona e insignia de la naciente Nación.
Es Morelos el Siervo de la Nación que entendió que el poder
dimana de la soberanía y ésta del pueblo, por lo que el gobernante debe ser
gobernado por el pueblo que le designa en su nombre y representación. Morelos
el Siervo que interpretó los Sentimientos de la Nación y antes de plantearlos
señaló en Chilpancingo la aspiración de justicia tan clara como vigente,
conforme nos recuerda y registra su entrañable amigo don Andrés Quintana Roo
que:
“Todo aquél que se queje con justicia tenga
un Tribunal que lo escuche, lo ampare y lo defienda frente al poderoso y el
arbitrario”.
El mismo que ahora, desde los Sentimientos
de la Nación, les exige y demanda a los diputados locales y federales de toda
la República que:
“Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que
dicte nuestro Congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y
patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente
el jornal al pobre, que se mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la
rapiña y el hurto”
Que moderen “la opulencia y la
indigencia y de tal suerte se aumente el jornal al pobre que se mejore sus
costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”… ¿habría una
aspiración más vigente en este país de desigualdades y quebrantos varios?
El mismo Morelos fiscalista y
justiciero que en el artículo 22 de los Sentimientos de la Nación exigió, demandando
justicia distributiva:
“Que se quite la infinidad de tributos,
pechos e imposiciones que nos agobian y se señale a cada individuo un cinco por
ciento de semillas y demás efectos o otra carga igual, ligera, que no oprima
tanto, como la Alcabala, el Estanco, el Tributo y otros; pues con esta ligera
contribución y la buena administración de los bienes confiscados al enemigo,
podrá llevarse el peso de la guerra y honorarios de empleados.”
Como si fuera poca cosa que
aportemos impuestos con carga liguera que permitan llevar el peso de los
honorarios, decentes y republicanos, de los empleados del Estado. El mismo que
llevó a indicar en excelsa síntesis en la Constitución de Apatzingán que:
“La felicidad del pueblo y de cada uno de
los ciudadanos, consiste en el goce de la igualdad, seguridad, propiedad y
libertad. La íntegra conservación de estos derechos es el objeto de la
institución de los gobiernos y el único fin de las asociaciones políticas”.
Morelos, el nuestro, el grande,
al que vamos a reivindicar en sus bicentenarios reinventando la Nación.
(Dormingo publicado en dos partes en sendas versiones impresas de Cambio de Michoacán en los meses de septiembre y ocutbre de 2012 y para ser leído como fue
escrito: decidido y escuchando estremecidamente el Concierto No, 2 “Verano” del camarada Vivaldi, además de agradecido por las notas del Grande Domingo Ruiz, moreliano fiscalista
y escuchando alternadamente a Lila Downs en sus “Pecados y Milagros”. La viñeta es de la Grande Ana Lucía Solís, Colibrí)
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