Nos despedimos para siempre del amor de nuestras vidas y por un momento del vecino. También nos despedimos para siempre de las personas en la tienda de discos, aunque uno nunca sabe realmente, y por un momento de nuestros compañeros del trabajo, aunque tampoco uno nunca realmente sabe.
Nos despedimos, nos despedimos, nos despedimos. Somos seres nómadas de espíritus itinerantes. Por eso nos andamos despidiendo por aquí y por allá. Pero no todas las despedidas son iguales. Hay unas más diferentes que otras. La intensidad es lo que las distingue. Y su intensidad está determinada por su intensión, más que por su extensión. Por eso no importa cuánto dure, sino cuánto se sienta. A veces nos despedimos de alguien a quien acabamos de encontrar y disfrutar en la vida, y nos enferma profundamente. Otras veces nos despedimos de alguien a quien sufrimos toda la vida, o mucho tiempo de toda la vida, y nos alivia profundamente. Otras de plano nos despedimos sin mucho afán de alguien a quien no consideramos en nuestra vida, hasta que vuelve para encarnársenos.
Pero no todas las despedidas son terminales, sólo unas de ellas: las definitivas. Porque también en eso son diferentes: unas son las despedidas para siempre, que pierden a las personas, y otras son las definitivas, que conservan a sus almas. Sólo la muerte es la despedida definitiva. Las demás son siempre despedidas, incluso las de para siempre, pero también siempre son bienvenidas. Porque uno se va de un sitio para llegar a otro. En una orilla hay alguien despidiéndose, en la otra alguien presentándose. Por eso las despedidas son semillitas amargas de frutos dulces, incluso cuando son definitivas.
(Dormingo publicado en diciembre en la versión impresa de Cambio de Michoacán y para ser leído como fue escrito: despidiéndose. Despidiéndose de su casa moreliana después de 14 años. Escuchando, a lo lejos la música de aquellos tiempos y disfrutando la maravilla de “If she Orly new” del profesor Kevin Yost)
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